En el ambiente informativo digital, la integridad de la información se ha vuelto un tema crucial y complejo. El acceso a través de canales digitales, como son las redes sociales, posee un potencial positivo inmenso; puede empoderar a las personas, fomentar la transparencia y fortalecer las estructuras democráticas de nuestras sociedades. Sin embargo, este mismo poder que permite la rápida circulación de información también abre un camino a la propagación masiva de desinformación y noticias falsas, erosionando dicha integridad y generando un ambiente que vulnera el debate público y, muchas veces, nuestra confianza hacia las instituciones.
En este contexto, por un lado, es fundamental comprender el impacto multifacético que la desinformación tiene en nuestra sociedad. Más allá de la simple distorsión de hechos o la proliferación de noticias falsas, este fenómeno intensifica la polarización social y pone en riesgo la capacidad de tomar decisiones informadas, afectando de manera negativa aspectos clave de nuestras democracias, como son procesos electorales y el desarrollo de políticas públicas efectivas que atiendan las necesidades reales de la población.
Por otro lado, es importante reconocer que la desinformación se teje a través de prácticas y estrategias que van más allá de lo que comúnmente se ha catalogado como noticias falsas o engañosas. La desinformación muchas veces busca explotar vulnerabilidades de la sociedad por medio de contenido no necesariamente falso, pero diseñado estratégicamente para generar confusión, desconfianza o división social, a través de la diseminación de narrativas de odio, propaganda política, teorías conspirativas y otras técnicas de manipulación de la información.
La desinformación muchas veces busca explotar vulnerabilidades de la sociedad por medio de contenido no necesariamente falso, pero diseñado estratégicamente para generar confusión, desconfianza o división social.
Diversas dinámicas de desinformación han puesto en evidencia campañas orquestadas por diversos actores, incluyendo gobiernos y grupos de interés privados, cuyo objetivo es influir en la opinión pública y, en algunos casos, socavar la integridad de procesos electorales y la confianza en las instituciones a través de narrativas coyunturales. Según recientes investigaciones y análisis realizados por el Laboratorio de Investigaciones Forenses Digitales (DFRLab, por sus siglas en inglés), estas narrativas han tenido como finalidad posicionar discursos que cuestionan la legitimidad de los resultados electorales o han buscado desacreditar tanto a adversarios políticos como a las propias instituciones encargadas de vigilar y garantizar la integridad de dicho ejercicio democrático.
Un ejemplo de ello se observó en las elecciones presidenciales de Brasil en 2022, donde una campaña de desinformación promovió narrativas de fraude electoral, cuestionando la validez de los resultados y, de esta manera, buscando deslegitimar al nuevo gobierno electo. Esta campaña se difundió a gran escala en diversas redes sociales, tratándose de una operación multiplataforma que buscó la amplificación del mensaje y el contenido en redes como Facebook, Twitter (ahora X), Telegram, YouTube y otras plataformas de vídeo como BitChute, Odysee y Rumble. De manera similar, en las elecciones de Guatemala en 2023, se puso en duda la legitimidad de uno de los principales partidos políticos y su candidato que contendieron en las elecciones, atacando de igual modo al Tribunal Supremo Electoral de ese país. Estas narrativas, además de alimentar la polarización en Guatemala, intensificaron contenido y mensajes de odio provenientes de grupos de extrema derecha.
Otras dinámicas de desinformación se observan en el control de la comunicación y la información por parte de gobiernos y grupos de poder que buscan imponer narrativas que favorezcan su propia agenda. En México, la estrategia del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en sus conferencias matutinas conocidas como “Las Mañaneras” ha sido fuertemente criticada por expertos en temas de libertad de expresión y por organizaciones civiles que abogan por los derechos humanos en el país. Aunque dichas conferencias tengan como propósito promover la transparencia y rendir cuentas a la ciudadanía, los críticos señalan que en la práctica y en el ecosistema digital informativo han servido como una plataforma de propaganda política para combatir narrativas que no están alineadas con la agenda del gobierno, descalificando a actores de la sociedad civil, periodistas, organizaciones civiles y opositores políticos. Al mismo tiempo, posiciona y amplifica mensajes y narrativas que, en muchas ocasiones, pueden tener un impacto directo en la seguridad de personas y colectivos que ejercen su derecho a la libertad de expresión en México.
Este último punto, aunado a una creciente intensificación de la violencia contra periodistas y defensores de derechos humanos en México, la cual – según datos recopilados por el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés) – ha colocado a México como uno de los países más peligrosos para el ejercicio periodístico FUENTE, resalta la grave situación que enfrentan aquellos que buscan informar y expresar opiniones críticas sobre el gobierno en turno.
La estrategia de comunicación de AMLO durante “Las Mañaneras”, especialmente aquella centrada en combatir a sus críticos, se ha fortalecido a través de un polémico segmento llamado ¿Quién es quién en las mentiras?, un bloque informativo creado en 2021 que tiene como propósito enseñar a la ciudadanía mexicana a “detectar” información falsa o distorsionada. Sin embargo, la dinámica de dicho segmento se enfoca particularmente en deslegitimar a aquellos que se oponen a la narrativa gubernamental, proporcionando información sesgada que refuerza la narrativa oficial, contribuyendo así a la erosión del debate público y obstaculizando el derecho de la sociedad a estar informada de manera veraz a través de los canales del propio gobierno.
En América Latina, este mismo escenario se observa con mayor intensidad en otros países como Nicaragua y Venezuela, donde el control de los aparatos de comunicación por parte de los gobiernos en el poder ha limitado severamente la libertad de prensa, el desarrollo de medios de comunicación independientes, la autonomía de organizaciones de la sociedad civil y el libre ejercicio del derecho y acceso a la información. En Nicaragua, el gobierno de Daniel Ortega ha cerrado estaciones de radio y televisión, y ha expulsado a periodistas críticos, creando un entorno en el que el acoso judicial y las amenazas son frecuentes para aquellos que intentan ejercer el periodismo de investigación en ese país. De manera similar, en Venezuela, bajo el régimen de Nicolás Maduro, los medios independientes enfrentan graves desafíos, como la censura directa y la persecución de periodistas. Ambos países han generado, de igual modo, estrategias sofisticadas de comunicación en redes y plataformas sociales, con el objetivo de mantener un control de la opinión pública y de la narrativa oficial en el espacio digital.
Además de estas dinámicas de desinformación que minan la integridad del ecosistema informativo digital, otra tendencia que se ha registrado con preocupación es el crecimiento de grupos nacionalistas que promueven narrativas de extrema derecha. En su discurso, muchas veces tienen como objetivo sembrar divisiones en el debate público y generar aún más polarización, trayendo consigo la diseminación de mensajes de odio y la estigmatización de ciertos grupos sociales.
Un ejemplo contundente sobre este tipo de narrativas asociadas a grupos de extrema derecha, siguiendo el panorama en Latinoamérica, se observa en el contexto de intensa polarización política en Chile. En medio del referéndum del 4 de septiembre de 2022, se presenció una narrativa pro-Pinochet, en la cual se observó un resurgimiento de su figura en redes sociales como Instagram, Facebook y TikTok. Dicha narrativa, además de glorificar su imagen y legado, promueve el negacionismo de los hechos relacionados con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 y la posterior dictadura militar que vivió Chile durante 17 años, la cual generó graves violaciones a los derechos humanos y una profunda herida en la sociedad chilena.
La difusión de información ligada a grupos de ultraderecha, además de estar presente en las redes sociales con mayor popularidad, como son Facebook, Instagram, X y TikTok, también ha encontrado un espacio significativo en plataformas de mensajería instantánea como Telegram, donde estos grupos organizados han logrado crear comunidades cerradas y aisladas que se alimentan mutuamente de narrativas nacionalistas y, muchas veces, de teorías conspirativas. Un reciente estudio publicado por la Universidad Diego Portales y la Universidad de los Andes de Chile, tras analizar más de 80 canales y grupos públicos de Telegram asociados a ideales extremos de la derecha chilena, encontraron que estos espacios promueven la propagación de desinformación sobre procesos políticos clave de ese país, además de promover narrativas que hacen un llamado a un nuevo pronunciamiento militar o incitar a una nueva intervención militar en el país.
Otra tendencia que se ha observado en el ecosistema digital y que tiene un importante impacto tanto en la integridad de la información como en la percepción de seguridad, son las campañas coordinadas que buscan difundir narrativas que alimentan el miedo y el pánico. Además de tratarse de instancias que minan un ambiente digital seguro, promoviendo un clima de temor, su consecuencia en la desinformación es significativa. Estas campañas de pánico provocan una reacción en cadena donde los usuarios, expuestos a estos contenidos, comienzan a compartir contenido sensible y no verificado, contribuyendo a la propagación de rumores y de información potencialmente falsa.
A finales de 2019, Colombia se vio inmersa en una serie de protestas masivas conocidas como el Paro Nacional. Durante estos episodios de gran movilización social en diversas ciudades del país, se registraron elementos de desinformación que contribuyeron a la creación de un clima de caos y pánico. Tras el paro del 21 de noviembre de ese año, aparecieron en Instagram y, en su momento, Twitter, vídeos que mostraban saqueos a conjuntos residenciales y tiendas departamentales, sugiriendo que, entre los responsables, se encontraban migrantes venezolanos. En WhatsApp, se difundieron audios y mensajes de texto inflamatorios y xenófobos, alentando a los colombianos a defender sus hogares de los saqueos y el vandalismo. Estos contenidos, además de atribuir de manera incorrecta ubicaciones a diversos vídeos de supuestos saqueos – amplificando el temor y la tensión social entre residentes de diversas zonas de las ciudades de Bogotá y Cali – también promovieron la estigmatización hacia grupos de migrantes venezolanos.
Otro escenario que también buscó sembrar un clima de temor a través de la difusión de contenido explícito en redes sociales ocurrió en Ecuador a principios de 2024. Este país ha enfrentado una serie de desafíos domésticos en los últimos años, incluidos protestas, inestabilidad política y un aumento de la violencia y de grupos criminales. En enero de 2024, a raíz de la fuga de uno de los principales líderes del crimen organizado en ese país, el presidente de Ecuador, Daniel Noboa, declaró estado de emergencia, permitiendo la movilización de las fuerzas armadas nacionales para fortalecer la seguridad en el país. En represalia a dicha declaración, un grupo armado irrumpió en una de las principales cadenas de televisión de la ciudad de Guayaquil mientras se emitía un programa al aire. Miembros del grupo armado amenazaron a los periodistas durante la transmisión en vivo y solicitaron al presidente retirar al ejército de las calles.
Este incidente generó un alarmante clima de inseguridad en la población ecuatoriana y, al mismo tiempo, dio lugar a la circulación de vídeos en plataformas de redes sociales, aparentemente distribuidos por los mismos grupos armados, mostrando una crisis de seguridad dentro de algunas cárceles de Ecuador. En estos contenidos, se mostraba a guardias de seguridad de las penitenciarías siendo tomados como rehenes por parte de los presos, quienes también demandaban al presidente el retiro del ejército.
Este tipo de narrativas y de contenidos, aunque no están completamente ligadas a campañas de desinformación en sí mismas, funcionan como campañas orquestadas que logran permear y polarizar nuestras sociedades, generando un clima de desconfianza y temor. Esto representa un desafío importante para la integridad de la información y, más allá, un reto para la estabilidad y la cohesión social. Ambos ejemplos, tanto el de Colombia como el de Ecuador, tienen un componente narrativo que se amplifica a través de plataformas digitales, con consecuencias directas en la construcción y percepción del tejido social, convirtiendo a dichas campañas en instancias que buscan influir en la agenda social de esos contextos. Su impacto también es significativo cuando estas narrativas se enfocan en grupos vulnerables, como migrantes, minorías étnicas o poblaciones indígenas, fomentando así la discriminación y el rechazo hacia estos colectivos.
En paralelo a estas campañas que buscan influir en la agenda social, otros fenómenos digitales que amenazan la integridad y confianza en la información son las operaciones de influencia impulsadas por actores extranjeros. La injerencia extranjera, muchas veces asociada a campañas que buscan polarizar y dividir, ha adquirido una relevancia contundente en contextos como la pandemia de COVID-19 y la subsecuente promoción de las vacunas, así como en el conflicto en Ucrania.
Recientes investigaciones del DFRLab han expuesto cómo el uso de medios de comunicación respaldados y financiados por el estado ruso, como RT en Español y Sputnik News, han sido un recurso instrumental para la amplificación y difusión de narrativas de propaganda política a favor del Kremlin. En el contexto de la invasión de Ucrania por parte de Rusia en 2022, RT en Español se posicionó como el tercer dominio más compartido en Twitter para publicaciones en español sobre el conflicto, mientras que Sputnik News figuró entre los quince principales. El contenido compartido que obtuvo un mayor alcance en Twitter, medido por el número de interacciones, se enfocaba en teorías de conspiración sobre armas biológicas en Ucrania y justificaciones para la intervención rusa, promoviendo una visión distorsionada y sesgada del conflicto. Las embajadas rusas en América Latina, así como la embajada rusa en España, jugaron un papel crucial en la difusión de esa información, permitiendo que dichas narrativas tuvieran un mayor alcance en esa red social. Particularmente, estas embajadas impulsaron el contenido de estos medios a través de publicaciones en Twitter que incluían enlaces a dichas narrativas de desinformación. Considerando su número de seguidores en esa red social, este contenido fue amplificado por un gran número de cuentas, abriendo un espacio para la diseminación de narrativas pro-Kremlin en el mundo de habla hispana.
Esta serie de ejemplos que se han descrito, aunque hacen énfasis en casos de América Latina, ilustran patrones de desinformación que se replican en otras regiones y que, al mismo tiempo, demuestran su complejidad y persistencia en el entorno digital. En estas dinámicas, los actores involucrados no solo buscan impulsar sus propias agendas, sino que también aprovechan las vulnerabilidades y polarizaciones políticas y sociales preexistentes para amplificar su impacto narrativo. Asimismo, al tratarse de campañas de desinformación de naturaleza digital, las tácticas empleadas para orquestarlas también buscan aprovechar las propias vulnerabilidades de las plataformas de redes sociales, adaptándose a los cambios de éstas y a las nuevas tendencias en el consumo de la información, representando un desafío continuo para abordar este fenómeno de manera efectiva.
En este sentido, el rol de las plataformas de redes sociales se vuelve crucial en el combate a la desinformación. Si las plataformas carecen de mecanismos de moderación adecuados, estas campañas tendrán un mayor margen de acción. Además de potencialmente facilitar la difusión de contenido falso o no verificado, también abren la puerta a que actores malintencionados amplifiquen narrativas de odio y acoso digital.
Con base en este panorama, es evidente que la lucha contra la desinformación no es una tarea simple ni unilateral, sino que requiere de un esfuerzo coordinado y sostenido que involucre a diversos actores de la sociedad, incluidos medios de comunicación, plataformas digitales, organizaciones de la sociedad civil e instituciones gubernamentales. Es fundamental que todos estos actores colaboren para desarrollar soluciones integrales que aborden los múltiples aspectos de este desafío, desde la mejora de la alfabetización digital y el pensamiento crítico, hasta el fortalecimiento de habilidades para la verificación de información.
La importancia de desarrollar capacidades y herramientas para hacer frente a esos desafíos que amenazan la integridad y la confianza de la información va más allá de la simple implementación de estrategias de capacitación. Requiere un enfoque innovador y adaptable que considere las rápidas evoluciones del entorno digital, desde los retos que presentan tecnologías de inteligencia artificial generativa, que pueden ser utilizadas para amplificar desinformación, distorsionar contenido o manipular la opinión pública, hasta la implementación de políticas que fomenten la transparencia en la moderación de contenido por parte de las plataformas. Solo mediante un esfuerzo colectivo y descentralizado podremos construir una sociedad digital más resiliente y mejor preparada para enfrentar las amenazas de la desinformación.