La desinformación es uno de los fenómenos que atraviesa esta nueva era de globalización-desglobalización. No existe una definición unívoca. Antes, al contrario, la desinformación es un concepto polisémico con objetivos, estrategias o valores que no siempre convergen en un plan de acción o una agenda política. La desinformación no se mide por el número de noticias falsas que inundan las redes sociales o por la banalización de las ruedas de prensa. Consiste en la ideación, producción y distribución de contenidos imprecisos, no verificables, erróneos o -directamente- falsos con el ánimo de influir en la construcción de la esfera pública. No persigue un objetivo político concreto o un apoyo a esta u aquella medida, sino sembrar la duda. Las consecuencias son diversas. Incrementa el ruido y la anarquía en el sistema internacional. Afecta a la calidad de la democracia, los procesos electorales y la esfera política. Revela miedos domésticos e injerencia extranjera. Genera conversaciones artificiales, cuyos efectos son reales y tangibles. Construye liderazgos alternativos con el apoyo de dispositivos y campañas digitales. Modifica la dinámica y el alcance del periodismo o la censura. Expande los riesgos hacia el territorio cognitivo donde se define qué es legítimo, correcto o punible. Ahí, en el imaginario, nacen las narrativas estratégicas que inundan el sistema internacional.
La desinformación representa un problema para el orden liberal. Diluye la verdad y la mentira en la vida pública mediante la confusión deliberada de hechos y emociones, ideas y creencias a la manera orteguiana.
La incertidumbre provoca una metamorfosis inmediata en la epistemología, que revive la cultura de la sospecha. La opinión pública no se asienta sobre la construcción de una verdad sólida o factual, sino que apalanca la duda constante ante los acontecimientos, las instituciones, la prensa y el conocimiento estandarizado. Los “hechos alternativos” no atienden al método científico o la racionalidad, sino al interés propio, el deseo de creer en una realidad que conviene al interesado. Las redes sociales contribuyen a este parcelar a la carta, porque permite conectar y, sobre todo, desconectar de la noticias, las fuentes fiables o las opiniones basadas en evidencias.
La crisis se expresa en tres dimensiones: la confianza, el periodismo y la securitización de la profesión, así como nuestras vidas híbridas.
Tres claves del desorden informativo
El problema de la desinformación principia en la confianza, no en la distribución de noticias falsas. Las encuestas revelan que los ciudadanos desconfían de los representantes políticos, los partidos políticos o las instituciones. El sistema está bajo sospecha, bien porque las democracias se enfrentan a dificultades que no pueden resolver (cambio climático, desigualdad, financiarización de la economía), bien porque los problemas internos (corrupción, tiranía de las minorías, populismo) han erosionado las instituciones. En América Latina, la desconfianza generalizada afecta a la clase política, pero también a los periodistas o los empresarios. El Banco Interamericano de Desarrollo ha señalado su preocupación ante un fenómeno que afecta a la cohesión social, el crecimiento económico, la atracción de inversiones, la transición política entre administraciones o la transparencia.
El declive de la confianza pública ha contribuido a la polarización afectiva, el fenómeno que divide la sociedad entre ellos y nosotros, tribus organizadas en torno al código postal. Las estrategias polarizantes debilitan el tejido social y favorece la expansión de la desinformación. En la polarización, la verdad oficial depende de la confianza ciega hacia el líder y la comunidad epistémica, sin espacios compartidos de entendimiento, razonamiento y evaluación. La confianza se convierte en un asunto partisano, organizado en medios de comunicación afines. Leer -o despreciar en redes sociales- según qué medios se considera un símbolo de estatus o pertenencia a la comunidad política imaginada. Nuestro medio ofrece la interpretación acertada de lo que sucede y consolida una estrategia narrativa con declaraciones y coberturas favorables a esta cosmovisión.
La polarización y la desinformación influyen en el proceso electoral. La democracia se tambalea ante los hiperliderazgos que apuestan todo a una personalidad política arrolladora. Los hiperlíderes tienen una relación difícil con la verdad, ya que construyen su relato frente a los medios de comunicación y los canales convencionales de participación política. El uso de medios digitales y el señalamiento de periodistas alimenta la narrativa personalista, caldo de cultivo para la desinformación y las teorías de la conspiración. Aquí se genera una ventaja competitiva para el mentiroso. La rendición de cuentas se desvanece y no se asumen responsabilidades por las declaraciones sin fundamento, las malas políticas públicas, la ausencia de evidencia o el ataque a los medios de comunicación.
Los regímenes democráticos deben afrontar la recuperación de la confianza social como una prioridad política de primer nivel con medidas concretas llamadas a la reducción de la polarización afectiva, la mejora de la calidad de vida de los ciudadanos, la evaluación de las políticas públicas, la promoción de nuevos tipos de liderazgo, el fortalecimiento del sistema electoral y el acceso a datos. La confianza es un intangible, pero la ejemplaridad de las instituciones y los líderes políticos constituye un activo que puede trabajarse.
El segundo elemento es el periodismo débil. El periodismo consiste en la provisión de información veraz, de interés público para la comunidad. Se articulan las noticias para explicar lo que sucede de acuerdo con una cierta idea de objetividad, que se complementa con la opinión y la interpretación analítica. La condición de veracidad subyace en la calidad del texto, por lo que puede reclamarse tanto en las piezas informativas como en las opinativas. La veracidad permite al lector reconocer un texto periodístico de calidad frente a un rumor: se cita la fuente, el periodista está presente, se evita el uso del condicional y otras características habituales en la definición del valor de la información periodística. Hoy esta definición teórica y práctica se desvanece.
El diagnóstico se agrava con la perspectiva de seguridad que inunda el espacio público. La seguridad es un acto performativo. La mera clasificación de un acontecimiento como afecto a la “seguridad nacional” anticipa una agenda de actuaciones y comportamientos políticos. En la práctica, la etiqueta “seguridad nacional” esconde el deseo de los gobiernos por ralentizar la fiscalización, reducir la responsabilidad sobre las decisiones políticas o disfrazar los fracasos de algunas políticas. En tiempos de conflicto bélico, la seguridad nacional abarca las actividades de información, relaciones diplomáticas o manifestaciones artísticas. La lógica de la seguridad, el orden, la soberanía territorial o la protección de las tradiciones anticipa una acción legislativa partidaria del control de contenidos y la restricción de las libertades bajo distintos argumentos políticos y jurídicos. En el ámbito doméstico, el señalamiento de periodistas impide el normal ejercicio de la profesión y anticipa una cultura de impunidad. Ser periodista hoy es una profesión de alto riesgo cuando se denuncia corrupción o tráfico de ilícitos. La Federación Internacional de Periodistas recoge que la mitad de los asesinatos de periodistas se producen en América Latina, sin contar el acoso, la amenaza física o el exilio. La exposición al riesgo se multiplica ad infinitum en el caso de las mujeres periodistas o con voz en la esfera pública. En 2020, un informe de la UNESCO indica que el 73% de las mujeres ha sufrido violencia en línea. La técnica deepfake ha incrementado el número de vídeos sexuales empleados para amedrentar a mujeres. Es un desastre.
El periodismo contemporáneo afronta un problema estructural que afecta al modelo de negocio, al consumo de noticias, pero sobre todo al servicio que ofrece a la sociedad. Las personas han dejado de creer en las cabeceras y en los medios tradicionales, por lo que observan el periodismo y las noticias con escepticismo. Las noticias compiten en el mismo canal con la propaganda, los vídeos divertidos, el humor o la publicidad. No hay una separación expresa entre canales y contenidos, sino un caudal de información y entretenimiento distribuido en la plataformas y redes sociales. La voz periodística es una más, solo una más, en el coro digital. La apuesta por el clickbait y la copia de técnicas de publicidad para atraer lectores devalúa el producto y empobrece la conversación. ¿Para qué pagar una suscripción a un medio que copia técnicas y estrategias de los TikTokers o publica titulares engañosos?
La crisis de la industria periodística abre una ventana de oportunidad para la desinformación. La distribución por saturación de contenidos extremos y emocionales dirigidos hacia una audiencia más interesada en la sucesión de impactos que en la construcción ontológica de la verdad diluye la función social del periodismo. No hay fiscalización de la actividad política o continuidad en la agenda temática. No hay entrevistas en profundidad o espacio para el análisis. El periodismo fragmentado en redes, vídeos cortos y titulares atractivos es un periodismo débil. Asimismo, la debilidad económica representa una oportunidad para la injerencia extranjera. Rusia y China financian piezas, canales y contenidos informativos que inundan la estructura local.
El problema se agrava en la dimensión local, que ha reducido el espacio para el debate sobre políticas públicas concretas, definidas y de impacto inmediato. La prensa local bien merecería la calificación de bien público en la medida en que complementa los hábitos de consumo y suele estar subrepresentado por dificultad de adquirir ventajas propias de las economías de escala. En esta lógica, si todo es global, se minusvalora la rendición de cuentas en la esfera local y se crea una sensación de homogeneidad informativa centralizada que facilita la desinformación. Hay esperanza. La Fundación Gabo ha listado 1.521 medios nativos digitales en 12 países. Son medios jóvenes (48% tiene menos de 5 años de antigüedad) y sobreviven a un entorno hostil. La sostenibilidad y la independencia económica deberían ser una prioridad.
Está por dilucidar el impacto de la inteligencia artificial en la industria periodística. Sin embargo, me temo que no hay buenas noticias. La inteligencia artificial ha contribuido a este salto cualitativo en la desinformación sistematizada. Los estudios demuestran que el lector no es capaz de distinguir la información periodística de aquella realizada por máquinas en numerosas ocasiones. El aspecto está conseguido, aunque falle el ritmo o el estilo. En la información digital, la desinformación opera con éxito porque prima la abundancia y el manejo de los algoritmos sobre la precisión o la veracidad. Ya se habla de la “desinformación como servicio”, un servicio industrial para la producción de noticias o comentarios para desprestigiar a un rival, arruinar la reputación corporativa o bien ahogar el trabajo periodístico convencional, dedicado ahora a comprobar si la nota que ha recibido es real o proviene de una fuente inventada para la ocasión. Esta tarea extenúa los recursos de la redacción, que no puede emprender sus propios temas. El agotamiento por inundación genera un daño continuado a la comunidad epistémica, ya que la audiencia carece de habilidades o interés para resistir a la marea desinformativa digital.
Las vidas híbridas constituyen la tercera dimensión del tablero de la desinformación. El sistema político y mediático ha construido un espacio digital continuo, una esfera pública sin filtros ni criterio editorial. En el mercado de las ideas, la verdad y la mentira compiten en pie de igualdad. El desorden es evidente: la propaganda, el periodismo convencional, la ficción, la sátira, el vídeo corto o la información gubernamental se mezclan en las plataformas sin que exista una jerarquía o una separación expresa de ideas, opiniones o hechos. El examen de la información científica ofrece una reflexión interesante. Quienes niegan la existencia del cambio climático, dudan de la industria farmacéutica o incluso de la geografía física del planeta ofrecen sus argumentos en redes y plataformas. La retórica es conocida: se duda del conocimiento científico, se establecen otras ideas, pero no se aportan datos, pruebas o experimentos. El coste económico y, sobre todo, emocional de la desinformación arruina las campañas de concienciación en materia de salud pública.
La denominada cultura de la participación digital promueve un espacio en el que convergen creadores y productores de contenidos. El público consume, produce y reproduce, a un mismo tiempo, contenidos con origen en los medios tradicionales y destino las redes sociales. Su impacto afecta a la profesión periodística, modifica la idea de periodismo objetivo o la propia definición de noticia o medio de comunicación. El creciente exponencial de autores independientes no ha mejorado, necesariamente, la calidad de la información disponible. El amateurismo se considera un valor en sí mismo, que permite explotar la subjetividad o el activismo. Es un signo de distinción. Frente al periodista, el activista está comprometido con su causa y aboga por su defensa con todas las herramientas disponibles. La audiencia valora este activismo por encima de la objetividad, el doble chequeo o el acceso a las fuentes. Al contrario de lo sostenido por Albert Camus, el activista da esperanza y no verdades sólidas a la audiencia.
El entusiasmo por la exposición pública de las emociones abona la tesis de la desinformación. En las sociedades abiertas, los hechos compiten con las emociones y la realidad se confunde con el deseo. Los sentimientos, los traumas o la memoria impactan en la epistemología social y avivan la polarización. Las demandas no materiales y el discurso emotivo conectan con creencias y sesgos en los que el interesado participa de manera activa. La desinformación no tiene éxito mediante la distribución de noticias que -casi- parecen periodísticas, sino mediante la producción de historias que reflejan anhelos, deseos, miedos o rencor. Parece más oportuno pensar que la audiencia participante aspira a contestar el orden establecido y desafiar la lógica del modelo político y económico que no le satisface. Esta mirada sobre la construcción social de conocimiento, de nuevo, reduce la confianza en las instituciones y en la identificación de los bienes públicos, sea la libertad de expresión o de información.
La mentira ubicua
¿Y, a todo esto, a quién le importa la verdad? Esta es la gran pregunta que deben realizarse hoy los poderes públicos, las instituciones multilaterales y la industria periodística. Si la verdad se convierte en un servicio, sin valor para las democracias o sociedades abiertas, la función social del periodismo disminuye. Me atrevo a reclamar dos medidas para que podamos recuperar la confianza en las instituciones y ejercer el periodismo y un ruego, reconducir la convivencia cívica.
En materia de confianza, no considero que el Estado sea el garante de la verdad. La sociedad liberal no es compatible con un Estado que promete la verdad. No tiene esta función y sería contraproducente. Demasiadas veces en la historia la tentación de Siracusa ha comenzado por un gobierno ávido de controlar las narrativas, censurar la disidencia y aminorar los problemas reales. Apuesto por un Estado abierto y digital, que distribuye datos y evidencias sobre sus políticas públicas, así como memorias económicas y sociales sobre los proyectos políticos. La apertura de las fuentes permitirá a los periodistas hacer su trabajo y publicar noticias relevantes para la comunidad. La transparencia institucional es la savia que riega la información periodística de calidad, diferenciada de las piezas divertidas o sesgadas que encontramos a diario en las redes. Esta revisión en profundidad de la comunicación institucional está en franca oposición a los hiperlíderes. Tampoco podemos depositar nuestra fe en la regulación. Nosotros, los europeos, apostamos por la privacidad y la protección, mientras que Norteamérica apuesta por un libro mercado sin contrapesos. Ninguno de los dos modelos es perfecto ni ofrece un compendio de soluciones definidas para América Latina, que debe buscar su propio equilibrio entre libertad de expresión, discurso del odio, algoritmos transparentes y privacidad. ¡Buena suerte en ese camino a Ítaca!
La segunda medida es económica. Pero no nos equivoquemos: el periodismo no necesita subvenciones. El enfoque basado en medidas de apoyo económico yerra el diagnóstico, ya que el problema radica en el desinterés de la audiencia por los servicios ofertados en la industria periodística. Hay que innovar y explorar nuevas narrativas y audiencias. Por un lado, el género periodístico del futuro no puede ser la reproducción de noticias para un público saturado de novedades, mensajes instantáneos y notificaciones. Ahí la atención es escasa. Por otro, el periodismo reclama tiempo de calidad para explicar las causas y las consecuencias de los acontecimientos, la argumentación sobre problemas complejos o el tratamiento en profundidad. El periodismo ya no girará sobre la última hora, mas sobre la explicación, el argumento y el contexto. Menos noticias y más contexto abre un camino para la innovación en formatos, géneros y modelos de negocio. En síntesis, la gravedad de la crisis de la industria periodística reclama unas políticas públicas que contribuyan a la sostenibilidad del periodismo independiente, la defensa del pluralismo, la mejora de las condiciones laborales de los profesionales de la redacción y la alfabetización mediática de las audiencias.
El ruego empieza por un llamamiento a los poderes políticos y acaba en el periodismo. El deterioro de la relación gobierno-oposición es trágica para las democracias, señalando enemigos en vez de rivales. Allá donde no hay un reconocimiento de la alternancia y la legitimidad de los resultados electorales, la desinformación política avanza a gran velocidad. Hay que recuperar la colaboración para que las instituciones se ocupen de los problemas internos que acucian a las democracias, desde la protección de las poblaciones vulnerables hasta la reindustrialización o el coste de la vida. La transparencia y la trazabilidad de las políticas públicas pavimenta un periodismo objetivo y honesto. La tolerancia interpela también a los periodistas, llamados a informar con rigor sobre los problemas y la operativa de la política pública. La desinformación no opera en el vacío ni ataca democracias perfectas. La desinformación circula por autopistas de desigualdad, desafección y polarización, alimentando los bucles o demandas de desinformación. Si de verdad nos importa la expansión aceitosa de la mentira ubicua, resolvamos los problemas reales y el bienestar material de nuestras sociedad. En caso de duda, aplíquese la brújula ética de Javier Darío Restrepo, esto es, las tres preguntas que giran en torno a la veracidad de la información, el respeto a la comunidad y la orientación de servicio público. Hay camino por andar.