La ciudad de Sevilla, y con ella su gran cita internacional de 2025, la Cuarta Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo de Naciones Unidas, está atrayendo cada vez más miradas hacia la financiación del desarrollo a nivel internacional. En muchos ámbitos, esto tiende a equipararse con una conversación sobre Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD).
Sin embargo, es tan amplia y diversa la gama de temas a tratar en la Conferencia de Sevilla –deuda, recursos domésticos, fiscalidad internacional, banca multilateral de desarrollo, sector privado, comercio, financiación climática, remesas, y otros– y tan cambiante el contexto geopolítico mundial, que en muchos otros espacios se está diluyendo la atención prestada a la AOD, tildándola incluso de anticuada. Esto ya sucedía antes de que varios gobiernos del Norte (Reino Unido, Alemania, Francia, Países Bajos, Bélgica, Suiza) anunciaran recortes en sus presupuestos de AOD y de que la Administración Trump anunciara el cierre temporal de su agencia de cooperación internacional, USAID. Aunque esto último no precedió en el tiempo al resto de anuncios de recortes, sí ha parecido amplificar su impacto político e incluso legitimarlos.
La suma de estos anuncios ha tenido un efecto multiplicador de ambas tendencias: una de una reforzada y más férrea defensa de la ayuda (no desprovista de críticas varias a la misma), y otra en pos de una superación intelectual y política de la ayuda y de una búsqueda de otras vías de financiación a la que dedicar recursos. Esta última tendencia se cuestiona la vigencia de la ayuda como vía idónea para alcanzar los objetivos de desarrollo o, en algunos casos, incluso se cuestiona los objetivos mismos.
Donde convergen ambas posiciones yuxtapuestas, y lo que se antoja por tanto inevitable, es en la necesidad de reforma o de cambio de algún tipo. Tan cierto es que debe repensarse la ayuda para garantizar su vigencia y eficacia en el momento actual, como que es esencial pensar más allá de la ayuda, y que en cualquier caso la realidad geopolítica exige un alineamiento de la ayuda con unos propósitos determinados. Resulta por tanto importante plantearse cuáles deben ser los objetivos de la AOD como política pública –objetivos que renueven su razón de ser y afiancen su contribución a la consecución de metas determinadas y en contextos concretos– para con ello definir también la mejor manera de implementarla (y financiarla). En un contexto político y financiero tan distinto al de la anterior Conferencia Internacional sobre Financiación del Desarrollo (en Adís Abeba, en 2015) no se puede, aunque se quisiera, seguir trabajando de la misma forma, de manera ahistórica. Una realidad cambiante hace inevitable (y acertado) un replanteamiento crítico de sobre qué se está hablando y para qué; de para qué sí tiene sentido reforzar la ayuda, y para qué no.
Cómo han cambiado los objetivos de la ayuda
La AOD ha seguido, desde sus inicios en los años sesenta y al menos hasta los anuncios de recortes de los últimos meses, una tendencia general al alza a nivel global, superando los USD 200.000 millones en 2024. Entre los mayores donantes han estado tradicionalmente Estados Unidos (consistentemente el mayor país donante mundial), Alemania, las instituciones de la UE (la suma de estas y de las contribuciones de sus Estados miembro sitúa a la UE como mayor donante de AOD mundial), Japón o Reino Unido. Y esto sin contar a los países que no forman parte del Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD) de la OCDE y que, por tanto, como se explicará posteriormente, no reportan su ayuda con las mismas métricas, entre los que destaca China. Esto denota una histórica apuesta continuada por parte de las grandes economías por esta vía de cooperación.
La mayor parte de la AOD se ha concentrado históricamente en el continente africano, donde se encuentra la mayor proporción de países de renta baja, aunque también han sido importantes destinatarias Asia y América Latina y el Caribe, dependiendo de los donantes. De nuevo en función de cada donante, pero también de la manera de entender las necesidades de desarrollo en cada momento, el uso de la AOD ha ido evolucionando. De un enfoque inicial basado en el impulso del crecimiento económico, con la idea del desarrollo como necesidades sociales básicas –el denominado paradigma del desarrollo humano– y la adopción de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) en el año 2000, la ayuda adquirió una mayor dimensión social (salud, educación, igualdad de género). Posteriormente, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de 2015 y su comprensión más amplia del desarrollo reforzaron la dimensión medioambiental y de fortalecimiento institucional de la ayuda. Además, son también varios los estudios que atribuyen a la ayuda un mayor tinte securitario en años recientes.
En paralelo a los volúmenes y asignaciones, ha evolucionado también la narrativa política de la ayuda. Las sucesivas conversaciones y debates sobre sus objetivos, gobernanza e implementación han generado muchas conclusiones (académicas y políticas) sobre si se trata de una herramienta de solidaridad con los países de renta más baja, de un instrumento geopolítico al servicio de los intereses de los donantes, de una vía de diálogo para la defensa de los bienes públicos globales –como el medio ambiente, la salud, la paz y seguridad o la estabilidad financiera-, o todas las anteriores. Los estudios empíricos sobre el tema convergen en que estas distintas motivaciones pueden convivir en la programación de la ayuda de un mismo país donante, incluso en un mismo momento y lugar.
Así, la ayuda siempre ha sido una realidad cambiante. Ha respondido a diversas prioridades de forma simultánea en distintos lugares. Como todas las herramientas de cooperación internacional, se adapta a cada contexto, tanto temporal como espacial. Esto la hace valiosa como herramienta tanto de desarrollo como política, y hace que merezca la pena el esfuerzo de su reconfiguración y fortalecimiento siguiendo una lógica de actualización.
El duro cuestionamiento al que se enfrenta ahora la ayuda tiene que ver, en parte, con los cambios en las prioridades geopolíticas de los países, y también en muchos casos con su falta de conexión con la ciudadanía de los propios países donantes, por haber sido tradicionalmente una política de nicho; entendida, debatida y trabajada por pocos.
Una disección más detallada de sus componentes técnicos explica parcialmente los problemas relacionados con las prioridades y objetivos de la ayuda. Solo es computable como AOD la ayuda oficial (pública) que viene de países del CAD de la OCDE o de otros países que la reportan voluntariamente, con una intención explícita de desarrollo (con unos criterios específicos sobre los sectores que ello abarca), que cumple con unas condiciones de concesionalidad (lo cual es, por cierto, una de sus principales ventajas comparativas), y que está destinada a una lista concreta de países elaborada y actualizada periódicamente por el CAD. Esto significa que hay muchos esfuerzos de desarrollo que no están recogidos en esta métrica, ya sea por el país al que se dirigen (incluidos muchos países latinoamericanos de renta media), del que provienen, o el área de trabajo en el que se concentran.
Con todo, los múltiples debates sobre dónde deben establecerse los límites de lo que sí se computa como AOD, y lo que no, han llevado a acusaciones de que la ayuda se desvirtúa al asignarle un número creciente de cometidos, por un lado, y a afirmaciones de que no constituye un reflejo completo de la realidad, por otro. A esto se suma que, incluso con unos criterios métricos que capturaran todos los esfuerzos de forma completa y perfecta, los volúmenes de ayuda actuales son insuficientes para cumplir con todas sus metas. Y, además, que muchos países se han vuelto dependientes de la ayuda, lo cual perpetúa la vulnerabilidad de sus economías.
Por todo ello, es necesario pensar en la AOD como una parte de un conjunto. Acotar sus objetivos a aquellos ámbitos en los que la AOD es indispensable e irremplazable (por sus niveles de concesionalidad, por ejemplo), preservaría su eficacia ante los recortes de presupuestos de ayuda, que posiblemente se mantengan en los próximos años. Estos ámbitos podrían incluir las necesidades sociales básicas y el uso de la ayuda para el apalancamiento de otros recursos financieros y técnicos.
Existen ya otras métricas que miden la AOD en relación con un total de flujos más amplios: el Apoyo Oficial Total al Desarrollo Sostenible (TOSSD, por sus siglas en inglés). El TOSSD incluye la AOD, pero también recursos privados movilizados a partir de los públicos, aportaciones de un mayor número de actores, o esfuerzos en aras de la preservación de los bienes públicos globales. Esta lógica de conjunto permite poner en valor la contribución única de la AOD al mismo tiempo que incentiva la participación de otros actores en el desarrollo sostenible, incluido el sector privado. Así pues, el TOSSD –que también cuenta con limitaciones, también superables– puede ser una buena herramienta para capturar y comprender mejor los esfuerzos globales por el desarrollo sostenible, complementando a la AOD.
Cómo está cambiando la gobernanza de la ayuda
Al incremento de objetivos asignados a la AOD ha acompañado la consiguiente actualización progresiva de sus métricas por parte del CAD, que como se mencionaba anteriormente, es el encargado de definirlas y gobernarlas en función de las necesidades de cada momento. La propia gobernanza del CAD asimismo ha cambiado paralelamente, ampliándose de forma progresiva más allá del reducido número de países que lo configuraban inicialmente en los sesenta. Pero a pesar de ello sigue siendo un reflejo parcial de la realidad global, también en términos de integrantes. Aunque contar con unas métricas y un conjunto de países claramente delimitados propicia la concreción, la comparabilidad y la transparencia, una parte importante de la cooperación internacional queda excluida de la imagen. Esta falta de representatividad alimenta, a su vez, las voces que cuestionan su legitimidad.
Para ello, igual que ocurre con la AOD, es importante que el CAD se concentre en sus principales objetivos, sin extralimitarse pero a la vez tejiendo lazos más estructurados con otros espacios de gobernanza. Esto incluye al TOSSD, que supera la lógica Norte-Sur de la que adolece el CAD (lo cual no niega sus cambios positivos en este sentido) y se encuentra en un momento de revitalización y reconfiguración para hacer frente a los desafíos métricos y políticos vigentes.
Son precisamente estas tendencias las que hacen que sea el momento de adoptar un papel proactivo en las reformas de la gobernanza de espacios internacionales, para aquellos países que aspiren a ello. Una vez más, los países que forman parte del espacio iberoamericano pueden aportar voces relevantes, coordinadas (o no) en esta reconfiguración del orden internacional. Los movimientos de las placas tectónicas de la gobernanza internacional abren espacios para la innovación, ya sea en los objetivos, las alianzas o las formas de trabajar. Éstos no tienen por qué restringirse a una división Norte-Sur, que además no siempre explica los distintos posicionamientos. Se abren pues posibilidades para escapar de los bloques compactos e inamovibles, y en su lugar pensar en bloques fluidos, minilateralismos y coaliciones ad-hoc de forma más creativa.
¿Qué oportunidades ofrecen estos cambios?
En este contexto, España tiene la excepcionalidad de estar aumentando, en lugar de recortando, su presupuesto de AOD (aunque parte de ese incremento se explica por el bajo punto de partida). Esto es relevante por varios motivos. En primer lugar, porque es una herramienta valiosa tanto para los objetivos de desarrollo que España comparte con la comunidad internacional como para su propia política exterior, como se indicaba anteriormente. En segundo lugar, porque, en un mundo de reconfiguración de las relaciones internacionales, los esfuerzos por cumplir con los compromisos internacionales adquiridos la dotan de credibilidad como aliada de los países con los que coopera (de hecho, estos vínculos han sido tradicionalmente valiosos como vías de alianzas dentro del espacio iberoamericano, por ejemplo). En tercer lugar, porque contribuye a su presencia y proyección exterior (como país, ocupa el puesto 13 en presencia global según el Índice Elcano de Presencia Global).
Y, por último, porque la suma de todo lo anterior contribuye a su capacidad de liderazgo en y contribución a las conversaciones en curso sobre el nuevo orden internacional. A esto último también contribuye el rico bagaje en cooperación técnica de la cooperación española, que se presta más fácilmente al diálogo político que otras formas de cooperación. No obstante, esta capacidad de liderazgo no se aplica solo a la AOD sino al conjunto de vías de cooperación; sirva de ejemplo que España acogerá este año también la reunión del Foro de TOSSD, que es el órgano de gobernanza principal del mismo. De nuevo, esta mentalidad más amplia es especialmente relevante en el contexto latinoamericano, a donde, como se mencionaba, se destina relativamente poca de la AOD mundial, aunque gran parte de la AOD española.
En esta actualización de los objetivos de la AOD y de la cooperación internacional, hay dos elementos críticos para su éxito como política pública. Uno de ellos es hacer partícipes a las respectivas poblaciones. La cooperación entre países debe ser un instrumento que responda a objetivos compartidos entre poblaciones de distintos lugares; de un lado y de otro. El otro elemento es que, aunque las narrativas son importantes para comprender, perfilar y apropiarse de los objetivos de la cooperación, también lo es que estén pegadas a la realidad. Es probable que un momento de incertidumbre política internacional como el actual pida precisamente una conversación en términos explícitos sobre los objetivos. Esta debe ir más allá de los grandes eslóganes que asumen una comprensión y un consenso internacionales generalizados que a la vista está que no existen.
Conclusión
En definitiva, la respuesta a “hacia dónde va la ayuda” estará, en gran parte, en manos de aquellos países, organismos y actores que sigan trabajándola y dándole forma de manera proactiva. No envolviéndose en un vacío político e histórico que haga oídos sordos a los recortes y los cuestionamientos, sino precisamente combinando el tan necesario principio de solidaridad con una comprensión y mentalidad geopolíticas –ambas cosas no son en absoluto incompatibles– que garantice la vigencia y relevancia de la ayuda en el contexto actual. Ante una realidad cambiante, la ayuda no puede continuar igual, pero sí hay muchos elementos que ha aportado y aporta que siguen siendo de gran utilidad, como el conocimiento acumulado sobre condiciones para el éxito de la cooperación o las relaciones de confianza desarrolladas.
Es previsible que estas relaciones y herramientas de trabajo en pos de objetivos comunes, evitando una inercia acrítica, cobren especial relevancia. El replanteamiento y la reflexión son positivos. De hecho, una derivada beneficiosa de esta tumultuosa configuración de la cooperación internacional podría ser que todos los actores hicieran este mismo ejercicio de reflexión; uno que les permitiera refrescar sus objetivos, sin atarse a bloques tradicionales o a metas no revisadas ni, en algunos casos, claramente definidas. Quedan, en este sentido, nuevas alianzas y formas de trabajar pendientes de explorar.