El Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), las instituciones del sistema de Bretton Woods, cumplen 80 años en un contexto de cambios económicos y geopolíticos profundos. Establecidas en 1944 bajo el liderazgo de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial para supervisar el sistema de tipos de cambio fijos -que colapsó en 1971-, ayudar a los países con problemas puntuales de balanza de pagos y reconstruir una Europa devastada por la guerra, han tenido que reinventarse varias veces. El FMI redefinió su misión tras el abandono del patrón oro-dólar y las crisis del petróleo en los años setenta, se convirtió en el gran promotor de los (denostados) paquetes de ajuste estructural para los países que necesitaban sus préstamos y ha ido legitimando las nuevas ideas dominantes que aparecían en la macroeconomía internacional, desde la liberalización de los flujos de capital en los años noventa hasta una visión algo más alejada de la austeridad con la crisis financiera global y la pandemia de la COVID19. El BM, por su parte, se centró en dar financiación a largo plazo para proyectos transformadores y combatir la pobreza en los países en desarrollo una vez que Europa estaba reconstruida. Pero a lo largo de esta trayectoria, han sido las economías occidentales, y sobre todo Estados Unidos, los que han marcado la pauta. El mejor ejemplo de su dominio de las instituciones es que, a pesar de las quejas del resto del mundo, la dirección ejecutiva del FMI siempre ha sido europeas y la presidencia del BM estadounidense.
Pero los equilibrios de poder económicos y geopolíticos han cambiado de forma sustancial en las últimas décadas, y también lo han hecho las prioridades que deberían financiar los organismos de Bretton Woods. Además, la necesidad de provisión de bienes públicos globales (desde la red de seguridad financiera global hasta la lucha contra la emergencia climática), así como los elevados niveles de deuda de muchos países en desarrollo con limitado acceso a los mercados, deberían llevar a profundas reformas en el FMI y el BM. De lo contrario, corren el riesgo de volverse irrelevantes o de ser sustituidas por otras instituciones financieras en las que los países del sur global se sientan más cómodos.
La contestación al orden internacional y el cambio de paradigma en las ideas económicas dominantes
El debate sobre la reforma de las instituciones de Bretton Woods no es nuevo. Ya antes de la crisis financiera global en 2008 se hablaba de la necesidad de aumentar la legitimidad del FMI y el BM a ojos de los países emergentes y en desarrollo, reajustar las cuotas y los votos de cada país para reflejar mejor la realidad económica global, cambiar el sistema de elección de las principales figuras del FMI y del BM para que no siempre fueran europeas y estadounidenses, modificar los requisitos de condicionalidad de sus préstamos para que no afectaran tan adversamente a la población más vulnerable, mejorar los sistemas de prevención y gestión de crisis, vigilar y atajar los desequilibrios macroeconómicos globales y revisar el papel del dólar como moneda de reserva en un contexto de reducción del peso de Estados Unidos en el mundo. Todos estos temas, y algunos otros que mencionaremos abajo, siguen estando sobre la mesa. De hecho, desde la crisis financiera ha habido importantes cambios en los mecanismos de ayuda financiera del FMI para modificar la condicionalidad asociada a los préstamos y los recursos de ambas instituciones han aumentado. Sin embargo, el asunto fundamental que hace imprescindible repensar mejor el funcionamiento del sistema de Bretton Woods hoy tiene que ver con los profundos cambios estructurales en la economía y la geopolítica mundial. No se trata de un tema técnico, sino de poder.
A nadie debería escapar que el sistema de Bretton Woods forma parte de un orden internacional caducado que enfrenta un cuestionamiento estructural debido al ascenso de potencias emergentes y a las crecientes divisiones geopolíticas, exacerbadas por factores como la guerra en Ucrania y la competición estratégica entre China y Estados Unidos.
Asimismo, en los últimos años se está produciendo un profundo cambio en las ideas económicas dominantes. Se está pasando del llamado Consenso de Washington neoliberal, que precisamente se fraguó en las instituciones de Bretton Woods en los años noventa, a un enfoque que enfatiza la importancia de un mayor papel del Estado en la economía. Esta nueva visión insiste, además, en la necesidad de una nueva política industrial, abraza ciertas prácticas proteccionistas para aumentar la seguridad económica y evitar que la interdependencia se pueda utilizar como arma arrojadiza y plantea críticas a la hiperglobalización de las últimas décadas.
Además, la rivalidad entre grandes potencias y las nuevas fracturas geopolíticas están generando nuevas alianzas y poniendo en duda la efectividad de instituciones multilaterales como el G20 y el propio sistema de Bretton Woods. Así, el colapso del orden liberal internacional liderado por Estados Unidos, el sabotaje ruso de las iniciativas occidentales de cooperación internacional, el nuevo papel de China como gran potencia emergente y las actitudes de las nuevas potencias emergentes del sur global como India, Indonesia, Brasil o Sudáfrica están poniendo en jaque el modelo de generación de consensos y cooperación que ha dominado la dinámica de las instituciones de Bretton Woods desde su comienzo, cuando nadie cuestionaba la autoridad de Estados Unidos, Japón y sus socios europeos.
En este nuevo panorama global pueden distinguirse tres grupos de países. Primero, están los países occidentales avanzados, que aspiran a mantener el orden actual, pero promoviendo reformas que lo hagan más inclusivo y eficaz. Segundo, hay países revisionistas, liderados por China, que aspiran a un sistema más multipolar que redistribuya el poder en las instituciones internacionales. Por último, hay un nuevo grupo de países “no alineados” que pretenden reformar el sistema para obtener mayor voz y estatus, sin alinearse claramente ni con Occidente ni con China. Además, el papel disruptivo de Rusia y las incertidumbres sobre qué hará Donald Trump con la posición de Estados Unidos en estas instituciones durante su segundo mandato, complican todavía más las posibilidades de acuerdo y cooperación. Por último, las nuevas alianzas e iniciativas de cooperación financiera como el Banco Asiático de Inversión e Infraestructuras (liderado por China) o la expansión de los BRICs y sus propuestas para destronar el dólar, restan influencia al FMI y al BM.
Readaptando la agenda de las instituciones de Bretton Woods
Más allá de las tensiones estructurales del sistema internacional y de los realineamientos geopolíticos, que harían necesarios drásticos cambios en la gobernanza de las instituciones de Bretton Woods, lo cierto es que tanto el FMI como el BM siguen teniendo una membresía prácticamente universal y continúan trabajando día a día para hacer frente a los retos de la economía internacional. De hecho, aunque la cooperación se haya vuelto más difícil y aunque estén apareciendo foros alternativos de diálogo alrededor de los incipientes bloques ideológicos, Washington sigue siendo el lugar en el que se discuten – con desigual suerte- las iniciativas de reforma. A continuación, revisamos los elementos fundamentales de esta agenda de cambio y las propuestas que hay sobre la mesa, subrayando que muchas de ellas son de difícil ejecución.
El sistema de Bretton Woods, con casi ocho décadas de existencia, se enfrenta a importantes retos a los que debería responder si quiere seguir desempeñando un papel relevante en la gobernanza de la arquitectura financiera internacional del siglo XXI.
En primer lugar, existe una enorme necesidad de financiación para la transición energética y la lucha contra la emergencia climática en los países en desarrollo que no cuentan con capacidad o espacio fiscal para abordar las inversiones necesarias. Este tema, relativamente nuevo en la agenda, afecta sobre todo a la actividad del BM, y también a la de los otros bancos multilaterales de desarrollo. Según la Climate Policy Initiative, las necesidades de inversión global en la transición energética alcanzan los 8,5 billones de dólares anuales hasta 2030 y los 10 billones hasta 2050. Aunque una parte importante de las inversiones debería provenir de fuentes de financiación privada, existe un claro fallo de mercado que conduce a una importante subinversión. Esta afecta sobre todo a las infraestructuras y la electrificación en los países más pobres, que no pueden emitir deuda para financiar las transformaciones necesarias. El liderazgo que las instituciones de Bretton Woods pueden desempeñar en este campo es enorme. Además, el FMI y el G20 son claves en las discusiones sobre la reducción de las subvenciones a los combustibles fósiles (que según el FMI superaron los 7 billones de dólares anuales en 2023), que por motivos de economía política son muy difíciles de reducir. Por último, el FMI, dada su enorme capacidad técnica, debería liderar el rediseño de los modelos macroeconómicos para que tengan más en cuenta los riesgos climáticos.
Un segundo elemento, vinculado al anterior, tiene que ver con la capacidad de préstamo a los países más pobres y, en particular, con la reasignación de los Derechos Especiales de Giro (DEGs) hacia quienes más los necesitan. Los DEG son activos de reserva creados por el FMI para complementar las reservas internacionales de sus países miembros y proporcionar liquidez en tiempos de crisis. Tras la asignación de DEGs de 250.000 millones de dólares en 2008 para hacer frente a la crisis financiera, en 2021 se asignaron 650.000 millones de dólares adicionales para hacer frente a las consecuencias de la pandemia de la COVID19. Pero como se asignan según las cuotas del FMI, y los países avanzados tienen cuotas mucho más elevadas, el resultado fue que sólo 200.000 millones de dólares llegaron a los países en desarrollo, lo que representó apenas el 0,42% del PIB de estas economías. Los países avanzados, por su parte, recibieron alrededor del 60% de las emisiones de los nuevos DEGs, que siguen en sus bancos centrales, aunque estos países no los necesitan porque tienen numerosas fuentes de financiación alternativas. Aunque el debate sobre la reasignación de DEGs lleva abierto varios años, sólo se han recanalizado 30.000 millones de dólares hacia los países pobres a través de fondos específicos del FMI. Uno de los principales problemas para esta reasignación es la posición de Alemania en el Banco Central Europeo, que se opone a la misma al considerarla financiación monetaria. Adicionalmente, sería recomendable modificar las normas del FMI por las cuales los países más pobres tienen muy limitada su capacidad para solicitar préstamos porque las cuantías que pueden reclamar están vinculadas a su aportación/cuota a la institución, que es pequeña dado el bajo peso de su economía tanto en el PIB global como en el comercio internacional.
Un tercer problema que afecta a los países emergentes y, sobre todo, en desarrollo es el elevado nivel de deuda soberana. Hay 20 países en desarrollo cuyos bonos soberanos están en la categoría de distress, (en 2020 sólo había 2). La subida de los tipos de interés y la apreciación del dólar dificulta que puedan hacer frente al pago de esa deuda. Además, restringe su capacidad de inversión. En anteriores ocasiones ha sido posible una reestructuración de deuda en el Club de París, en la que todos los acreedores se ponían de acuerdo para compartir pérdidas (la iniciativa de reducción de la deuda para países altamente endeudados, HIPC, por sus siglas en inglés, fue liderada por el FMI y el BM en 1996, y tuvo un enorme éxito, reduciendo sustancialmente la deuda de más de cuarenta países pobres). El problema actual es que China es el principal acreedor de muchos de estos países y no está dispuesto a sentarse a una mesa multilateral ni aumentar la transparencia sobre las cuantías y las condiciones en las que prestó a estos países. El debate sobre la creación de un mecanismo de reestructuración de deuda soberana coordinado por el FMI está sobre la mesa desde hace décadas y nunca ha podido ser resuelto satisfactoriamente, pero el aumento del peso de China en la economía mundial lo ha vuelto todavía más complejo.
Un cuarto elemento que requiere reforma es el relativo a la gobernanza de las instituciones de Bretton Woods. Esto incluye desde las mejoras en la transparencia y la rendición de cuentas, como el aumento de la legitimidad del FMI y el BM a ojos de los países emergentes y en desarrollo a través del cambio en la fórmula por la que se calculan las cuotas y votos de sus países miembros, así como en la forma en la que se elige a sus presidentes. Como es bien sabido, los países avanzados, y sobre todo los europeos, tienen cuotas desproporcionadamente elevadas que ya no corresponden a su peso en la economía mundial. Los países emergentes, por su parte, deberían tener cuotas mucho mayores. Estados Unidos,. que tiene aproximadamente el 17% de los votos, lo que le da poder de veto en el FMI y asegura que las sedes de las instituciones estén en Washington, realmente no ha perdido peso en la economía global como sí han hecho los países europeos. El ajuste, sin embargo, no ha sido fácil. Se avanzó en una reforma de cuotas tras la crisis financiera pero todavía queda mucho camino por recorrer. Por último, debería aumentar el papel de la Oficina de Evaluación Independiente del FMI, creada en 2001 y que somete a escrutinio y crítica las actuaciones del Fondo.
Conclusión
El sistema de Bretton Woods, con casi ocho décadas de existencia, se enfrenta a importantes retos a los que debería responder si quiere seguir desempeñando un papel relevante en la gobernanza de la arquitectura financiera internacional del siglo XXI. Las economías emergentes, y en particular China, exigen una representación más justa en el FMI y el BM, cuyas estructuras de votación y cuotas no reflejan adecuadamente la distribución del poder económico global. Además, las ingentes necesidades de inversión para hacer frente al cambio climático, la gestión de altos niveles de deuda en muchos países en desarrollo y la aparición de nuevas estructuras de cooperación financiera impulsadas por China y Rusia ponen de manifiesto la necesidad de reformas concretas y ambiciosas para evitar la fragmentación y aumentar las posibilidades de acción ante los retos globales.
Dichas reformas requieren que algunos de los actores que hoy pesan menos en la economía global estén dispuestos a ceder parte de su poder e influencia. También será necesario adoptar soluciones creativas para responder a los retos de la financiación al desarrollo y la reestructuración de deuda soberana en casos de necesidad.
En definitiva, las instituciones de Bretton Woods tienen futuro, pero deberían adaptarse a la nueva realidad internacional, modificando sus estructuras de gobernanza para reflejar mejor la distribución actual del poder económico y político en el mundo, promoviendo una mayor transparencia e inclusión e incorporando ideas sobre las mejores prácticas en política económica que vayan más allá de las visiones hegemónicas en Estados Unidos y Europa.